Morirse en España es más ameno que en cualquier otro país del resto de Europa, sobre todo si el difunto es un personaje ilustre.
No somos como los aburridos franceses o ingleses que se les muere un ilustre personaje y no se les ocurre otra cosa que enterrarle en un lugar honorable y ya, condenando al muerto a padecer la visita de sus admiradores más fetichistas por los siglos de los siglos... amén.

En España, no suele ocurrir eso, aquí se nos muere un personaje ilustre y pasados unos años, se obra el "milagro" y el difunto desaparece, literalmente. Esto genera todo un entramado lúdico comercial muy interesante. Se generan polémicas, la mayoría de ellas absurdas, se promueven excavaciones arqueológicas, se editan libros o bien se dictan leyes en nombre de las memorias de unos y otros, dependiendo de la afinidad política del difunto y del gobernante de turno.

El ejemplo más escandaloso y misterioso es el de Miguel de Cervantes, nuestro Shakespeare, el grande entre los grandes de la literatura española que tuvo la suerte o la desgracia de nacer en España, que murió, también en España y, como manda la tradición, desapareció.

Miguel de Cervantes nació en Alcalá de Henares, una hermosa Ciudad Patrimonio de la Humanidad a muy pocos kilómetros de la ciudad de Madrid. Su vida llena de aventuras épicas y su obra literaria le habrían otorgado un lugar de honor si hubiese sido francés o inglés, pero no fue así. El españolísimo Cervantes murió en Madrid en 1616 y fue enterrado por expreso deseo en el Convento de las Trinitarias. Una placa que se encuentra en la fachada del convento indica que el gran hombre de las letras españolas yace en ese convento.

Todo indica que Cervantes yace en ese convento pero ¿dónde? Por increíble que parezca nadie sabe dónde se encuentra la tumba. Esta es la prueba inequívoca de que no somos ni ingleses ni franceses.