Era una fría mañana de un lunes del 24 de Enero de 1928, el ganadero Nicolás Fernández, conducía a varias reses bravas por la carretera de Extremadura. En un determinado momento, uno de los toros bravos decidió escaparse y darse un paseo por Madrid, al paseo se le unió una vaca que no pudo resistir la tentación de visitar la ciudad en la buena compañía de un hermoso toro bravo.

El toro y su amiga vacuna se fueron directos hacia la plaza de España, sembrando el pánico por donde pasaban. Los comerciantes cerraron sus negocios aterrorizados y la gente se encerraba donde podía para ponerse a cubierto. Algunos no pudieron encontrar un lugar en el que protegerse, como una señora de 66 años, llamada Juana, que el toro corneó y lanzó por los aires varias veces. Algunas personas intentaron socorrer a Juana pero el toro acabó corneando a otras dos personas, que acabaron en la Casa de Socorro, junto a Juana.

Después de estos ataques, el toro y la vaca de dieron a la fuga y se presentaron en un mercado de la Corredera Alta de San Pablo, precisamente a las ocho de la mañana, el momento en el que se encontraba abarrotado de gente. Allí se liaron a cornear todos los puestos que encontraron a su paso, con especial dedicación a los de frutas y verduras y aprovecharon para darse un festín a base de plátanos, además de coles y otras verduras. Parece ser que el toro quedó entusiasmado con los plátanos.

Después de visitar el mercado, el toro echó a correr hacia la Gran Vía, que se encontraba en ese momento abarrotada de gente, como siempre, provocando el terror de los viandantes.

Los guardias urbanos, por alguna extraña razón, estaban más preocupados en contener a la gente que en acabar con el toro y solucionar el problema, pese a ello, sus esfuerzos fueron inútiles, no sólo reinaba el caos por toda la ciudad, además, empezaron a salir espontáneos que intentaban emular a los toreros de la época, la mayoría de los que lo intentaron fueron corneados por el toro.
Justo en ese momento, en la Gran Vía se encontraba un torero de poca monta, Diego de Mazquiarán, apodado El Fortuna, que iba con su esposa para visitar a los padres de ésta. Sin pensárselo dos veces, puso a su esposa a cubierto y con su abrigo, a modo de capote, se puso a torear al toro.

El Fortuna parecía dominar al astado, poco a poco la muchedumbre les rodearon y los gritos de terror se transformaron en ¡olés!

Del cercano casino militar un señor trajo un sable para que el Fortuna diese muerte al animal, pero el torero no lo consideró un arma adecuada, así que pidió a un muchacho que allí se encontraba, que fuese a su casa, en Valverde, 40, para recoger el estoque del torero, con el que pretendía dar muerte al toro.

El chaval tardó 15 minutos en llegar, en ese tiempo, la Gran Vía se había convertido en una plaza de toros, ¡ooolé! gritaban a cada capotazo, ¡uuuuuyyy! a las embestidas del toro.
Desde las ventanas de los edificios de alrededor y concretamente desde uno de los balcones, un grupo de modistas de un taller de costura, jaleaban y suspiraban ante los pases del Fortuna.

Ya con el estoque en su poder, el Fortuna entró a matar, la gente guardó silencio, todo el mundo contenía la respiración hasta que, finalmente, clavó medio estoque en el animal.
El silencio se convirtió en estruendo, los aplausos, bravos y olés se trasformaron en un ¡ay! cuando el toro, tocado de muerte y agonizante, quiso hacer una última fechoría y cornear el público que entusiasmados jaleaban al torero.

Finalmente, el toro se desplomó en la calzada adoquinada. Una vez más el estruendo resonó por toda la gran vía, las modistillas del balcón, emocionadas, sacaron pañuelos blancos y el Fortuna, aquel diestro sin fortuna hizo su mañana. Varios espontáneos se lo llevaron a hombros a un café de la calle Alcalá, entre vivas y olés en un mar de pañuelos blancos.

Foto: El País

Ni que decir tiene que el Fortuna fue figura en el cartel principal de los siguientes festejos taurinos, además, fue condecorado a petición popular, con la Cruz de Beneficencia por su hazaña heroica.

Por desgracia, al torero la fortuna no le acompañó mucho tiempo, pocos años después, terminaría sus días en un manicomio en Perú loco perdido.